Estamos en esta tarde de noviembre, post cumpleaños, post festejo, post separación. Quizás lo más importante es que al día de la fecha me siento relativamente sosegada de las ansiedades que me someten, o mejor dicho, de las ansiedades a las que me someto.
Creo mucha gente ha descrito previamente qué es lo que se siente el compartir con uno mismo ese café en solitario, ese encuentro con el propio ser acompañado de una bebida. En especial, lo que se siente el sentarse en ese café porteño, que tantos han alabado innumerables veces y que tantos escritores han citado como fuente de inspiración.
Atesoro estos momentos con mucha delicadeza. Los sabores, los aromas, el murmullo sordo de múltiples conversaciones, algunas más relajadas, otras impetuosas, incluso ávidas. La razón que de cierta forma me lleva a la búsqueda de estos espacios de mentirosa soledad es esta obsesión por la soberanía de mis acciones. Si quiero compartir un espacio conmigo misma, no tengo más que elegir el lugar adecuado y adentrarme en la antesala del paraíso del sosiego, esa embriagante sensación que deriva de la unilateralidad de mis acciones. Y no lo cambiaría por nada del mundo.